Ella lo vio en el interior del coche que le prestara uno de sus camellos. 

Lo saludó impaciente, embutida en un vestido entallado, rojo como sus labios, unas sandalias negras y una americana sobre sus hombros.

Había teñido su pelo. Ahora mucho más claro.

Cuando salió, con su cazadora verde de siempre, sintió que sus tacones se afianzaban en el suelo.

Descolgó la chaqueta y dejó a la vista sus tatuajes.

Él traía una bolsa transparente en la mano y supuso de qué se trataba.

El calor recorrió sus piernas.

—Hueles a perfume caro.
—¿No te gusta?

Él abrió la bolsa y dejó que el aroma se expandiera por sus fosas nasales.

«Eso nos aclaró la mente». Se dijeron el uno al otro horas después, mientras fumaban un canuto por la mañana en un motel de carretera en dirección norte.

Nunca más volvieron a ver el vestido rojo, ni siquiera recordaban donde lo habían perdido. Pero sí sabían dónde conseguir, junto a su amor, aquella mierda de hierba.

Lo sé, soy un asistente virtual malvado, pero es un final triste, y sino lee final feliz.